El Divorcio de acuerdo a las
Escrituras.
Desde el
génesis de la vida existe una declaración de Dios sobre la unión de hombre y
una mujer: "Y dijo Jehová Dios: No
es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él"(Génesis
2:18). Adán inspirado declara: "Por
tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán
una sola carne" (Génesis 2:23-24).
Jesús habló
acerca de este principio en Mateo 19:4-19. En el versículo 9 leemos la
conclusión que Jesús da en cuanto al asunto: "Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por
causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la
repudiada, adultera". Jesús declaró que éste es el fundamento que
gobierna al matrimonio desde el principio.
Divorcio
Eclesiástico.
Definición: Por la
palabra divorcio (heb. kertîthûth, "despido" [literalmente "un
corte de separación"; del verbo Kârath, "cortar"]; gr.
apostásion) se entiende la disolución de un matrimonio válidamente surgido,
viviendo todavía los cónyuges. De modo más específico, a nivel
técnico-jurídico, se indica tanto el asunto de revocación del consentimiento
matrimonial como el acto formal que disuelve el matrimonio.
El divorcio en el
Antiguo Testamento.
Deuteronomio 24:1–4 constituye el punto de partida, no sólo
por lo que se refiere al Antiguo Testamento, sino a todas las referencias
bíblicas sobre nuestra temática. Jesús mismo hace arrancar de este pasaje su
enseñanza sobre el divorcio.
Un estudio cuidadoso de este pasaje de la Escritura indica
que la Ley de Moisés toleraba el divorcio entre los israelitas por otras causas
además del adulterio, permitiendo a los divorciados unas segundas nupcias. El
divorcio se consentía sobre la base de «alguna cosa indecente» (Reina‐Valera), «algo
vergonzoso» (Nueva Biblia Española).
El doctor Alfredo Edersheim manifiesta que dicha indecencia
“incluía toda suerte de actos incorrectos, tales como andar con el cabello
suelto, hilar en la calle, hablar libremente con hombres (no eran parte de su
familia), tratar mal a los padres del esposo en su presencia, discutir, es
decir hablarle al esposo en voz alta que pudieran oír los vecinos, tener mala
reputación en general, o descubrírsele algún fraude anterior al matrimonio”.
(Sketches of Jewish Social Life, pp. 157.158, Eerdmans Pub. Co., 1957).
Algunos comentaristas han pensado que lo «indecente» o
«vergonzoso» se refería siempre al adulterio y que, por lo tanto, Jesús y la
Ley estaban de acuerdo al permitir el divorcio solamente en caso de adulterio.
Pero el pasaje y su contexto veterotestamentario no apoyan semejante tesis. La
Ley determinaba que todo adúltero —hombre o mujer, la Ley mosaica no hacía
distinción— tenía que ser apedreado hasta la muerte (Dt. 22:22) y, en cambio,
la mujer de que habla Deuteronomio 24 no solamente no es apedreada, sino que
tiene libertad para volver a casarse. La expresión hebrea traducida «algo
vergonzoso» o «indecente» significa más bien una conducta torpe (Nácar‐Colunga
y Versión Moderna Hispanoamericana), impropia. El esposo judío podía acusar a
su esposa por cualquier cosa que le pareciera incorrecta, desagradable, y a
veces bajo cualquier pretexto. Precisamente para proteger a la mujer de las
arbitrariedades de un marido inconstante e irresponsable, la Ley lo obligaba a
entregar «una carta de divorcio» a la mujer que repudia.
No obstante, Deuteronomio 24 no aprueba ni fomenta el
divorcio, y ni siquiera lo regula. Simplemente, lo tolera. Y mediante la «carta
de divorcio» pone en manos de la mujer —la parte más indefensa en aquel tiempo—
un documento legal que la coloca a salvo de las calumnias del hombre en una
sociedad patriarcal.
La interpretación seria de este pasaje muestra que la Ley
mosaica recogía una práctica que se había impuesto de hecho por la fuerza de la
tradición y que Dios toleraba. Porque, hay que repetirlo, Deuteronomio 24
tolera —no ordena— el divorcio. En Mateo 19, Jesús nos explicará el porqué de
esta tolerancia: «Por la dureza de
vuestro corazón» (Mt. 19:8). En Deuteronomio 24 solamente el versículo 4 expresa
una orden tajante de parte de Dios; los otros versículos no hacen más que
describir una situación de hecho.
Mal 2:16 “Porque
Jehová Dios de Israel ha dicho que él aborrece el repudio, y al que cubre de
iniquidad su vestido, dijo Jehová de los ejércitos. Guardaos, pues, en vuestro
espíritu, y no seáis desleales”.
El divorcio en el
Nuevo Testamento.
1. La enseñanza de
Jesús.
En Mateo 19, Jesús no presenta una nueva Ley, sino que se
remite al plano ideal, original, de las intenciones de Dios para el ser humano.
Observemos cómo Jesús corrige a los fariseos: Moisés no mandó dar carta de
divorcio y menos todavía «por cualquier causa». Moisés permitió tal práctica
debido a la dureza del corazón humano.
El Señor explica: «Yo os digo que cualquiera que repudia a
su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera» (Mt.
19:9). En Mateo 5:31–32 dentro del contexto del Sermón de la Montaña, Jesús
repite la misma enseñanza. La lección del Señor en todos estos textos es
idéntica: sólo existe un motivo legítimo de divorcio a los ojos de Dios, el
adulterio. Y es que la infidelidad destruye aquella unión expresada en la
sentencia divina: «y serán los dos una sola carne».
En el Antiguo Testamento la infidelidad disolvía el
matrimonio mediante la muerte de la parte culpable. El cónyuge inocente podía
así contraer un nuevo matrimonio. En cambio, la enseñanza de Jesús admite el
divorcio para liberar al marido en caso de adulterio de la esposa, o para
liberar a ésta cuando el adulterio lo comete el hombre (Mr. 10:12). El Antiguo
Testamento no legitimaba la ruptura, salvo en casos de adulterio. Sin embargo,
la ley mosaica toleraba el divorcio por la dureza del corazón humano.
La normativa que introduce Jesús anula dicha tolerancia. En
su Reino, la Ley sobre el divorcio será más estricta, estará más de acuerdo con
la intención original del Creador para la pareja. Mateo 19:9 revela que Jesús
permite el divorcio en caso de adulterio. Porque esta ruptura no depende de
Dios sino de los cónyuges. Se trata del fracaso del amor humano; no es cuestión
de que el amor de Dios instituya el divorcio, como antes instituyó el
matrimonio. Esto es inimaginable, puesto que el divorcio es siempre un mal,
incluso cuando es un mal menor.
Lo que hace Jesucristo es señalar la realidad del divorcio
como un hecho innegable producido por la infidelidad. La comprensión de este
punto es capital para entender la doctrina bíblica sobre el divorcio.
Según Mateo 19:9 hay más todavía: parece justificado afirmar
que cuando un cónyuge repudia al otro por adulterio, este repudio expresa la
disolución —la quiebra— del lazo matrimonial y, por consiguiente, el hombre (o
la mujer) queda libre para volver a casarse, sin caer en la responsabilidad de
un nuevo adulterio. El divorcio disuelve el matrimonio.
2. La enseñanza del
apóstol Pablo.
Queda fuera de toda duda que la separación y el divorcio
fueron de hecho practicados en el seno de las comunidades cristianas
primitivas. Años antes de que se escribieran los Evangelios, Pablo ya escribía
a los cristianos de Corinto respondiendo a preguntas sobre esta problemática.
Lo significativo es que el apóstol, conocedor de la intención de Dios revelada
en Cristo —y fiel intérprete de las enseñanzas de su Señor— sobre la
indisolubilidad matrimonial, opta por reconciliar esta intención original de
Dios con la misericordia divina. Porque él sabe que la voluntad de Dios es
también redentora y transformadora de la realidad de un mundo caído.
La consulta de los corintios tenía que ver con tres casos
específicos:
a. El divorcio entre creyentes (1 Co. 7:10–11).
b. El divorcio entre un creyente y un incrédulo cuando éste no quiere
la separación (vv. 12–14).
c. El divorcio entre un creyente y un no creyente cuando éste quiere la
separación definitiva (vv. 15–16).
En el primer caso, el apóstol Pablo reafirma la enseñanza de
su Maestro en Mateo 5:32 y sugiere que hay recursos suficientes de gracia y de
amor en los cónyuges creyentes para no tener que llegar a la ruptura total. Sin
embargo, con su realismo característico, la Biblia reconoce que, a veces, el
matrimonio puede resultar difícil, intolerable y angustioso incluso entre
cristianos. En estos casos, la idea es que se separen y se queden sin volver a
casarse (v. 11). La separación deja la puerta abierta a una posible
reconciliación futura.
En el segundo caso, el creyente debe permanecer fielmente al
lado del cónyuge no cristiano que consiente en vivir con aquél (v. 12). La
parte creyente en este caso está llamada a dar un testimonio vivo, amoroso y
eficaz a la no creyente (vv. 13–14). La ruptura no tiene que venir jamás de la
parte cristiana.
En el tercer caso, el apóstol Pablo permite el divorcio y la
posibilidad de volver a casarse, tanto a una parte como a la otra. La decisión
de la ruptura se ha originado en el cónyuge incrédulo, contra cuya decisión
nada puede hacer ya el creyente (vv. 15–16). Es lo que la Iglesia denomina
excepción paulina.
Conviene señalar que el verbo «separar», que aparece en los
versículos 10, 11 y 15, en el original es más propiamente divorciar. Se trata
en todos estos versículos del mismo vocablo griego, koridzo, que significa,
obviamente, divorciar. De lo contrario Pablo no hubiera puesto como condición a
los matrimonios cristianos con problemas («si se separan, quédense sin casar»;
v. 11), lo cual indica la posibilidad legal de una nueva unión después de la
ruptura. Este vocablo —y el uso paulino lo demuestra—significa la realidad
inequívoca del divorcio, con o sin condiciones; en el versículo 11 es divorcio,
con la condición de no volver a casarse (lo cual constituye el equivalente
lejano de nuestra separación, cosa desconocida en el Imperio romano). En el
versículo 15 se refiere al divorcio sin condiciones (es decir, con posibilidad
de volver a casarse): «pues no está el hermano sujeto a servidumbre en
semejante caso». ¿Qué quiere decir el apóstol Pablo?
En el caso del versículo 11, aunque la esposa se divorciara
del marido, está todavía sujeta a servidumbre con vistas a una posible
reconciliación, ya que ambos cónyuges son creyentes. Mas, cuando el no creyente
se divorcia del cristiano, éste no se halla ya sujeto a servidumbre, es decir,
a permanecer en la espera de una hipotética reconciliación. Esto conlleva la
posibilidad de un nuevo matrimonio, pues tal es el sentido de la expresión «no
estar sujeto a servidumbre».
Si tuviéramos que resumir la enseñanza neotestamentaria
sobre el matrimonio y el divorcio, según lo obtenido en el análisis de los
textos sobre el tema, podríamos afirmar que el divorcio es contemplado como una
realidad trágica y no deseado por Dios, que está ahí como una frustración más y
un exponente claro de las consecuencias del pecado. El Nuevo Testamento
reconoce la existencia de divorcio y su legitimidad, incluso, como mal menor,
en dos ocasiones:
1) Por ruptura del principio «serán los dos una sola carne».
Es a causa del adulterio, que se destruye el vínculo matrimonial.
2) Por quiebre espiritual de la relación conyugal; cuando se
produce el divorcio originado en la parte no creyente por no tolerar la nueva
vida en Cristo del consorte cristiano.
La dinámica que descubrimos en estos textos responde a una
tensión entre la revelación de la voluntad divina (matrimonio indisoluble como
ideal que debe proclamar y vivir la Iglesia) y la misericordia de Dios que
actúa en favor del hombre y dentro de las situaciones concretas en que éste se
halla. Lo fundamental es comprender que el evangelio que proclamamos es una
«buena noticia», y debe serlo también para los matrimonios rotos y las parejas
destrozadas. Es la vida humana —y no leyes abstractas— la que tenemos con
nuestro mensaje. Ello explica también que la enseñanza del Nuevo Testamento
vaya desarrollándose en gran parte a medida que surgen problemas morales
(pensemos, por ejemplo, en 1 Corintios y en la epístola a Filemón). Respecto al
divorcio, quizá nos habríamos quedado solamente con las palabras de Jesús en
los sinópticos, de no haberse planteado la cuestión de los matrimonios mixtos
en Corinto, lo que dio lugar a la ampliación del tema por parte de Pablo en 1
Corintios 7.
Si en las iglesias del Nuevo Testamento hubieran surgido
situaciones análogas a las de nuestros días, ¿cuál habría sido la normativa
apostólica?
A partir de unos principios básicos inalterables, junto con
los ejemplos prácticos que la Escritura nos ofrece, ¿no puede la Iglesia
establecer una orientación —siempre concorde con la Palabra de
¿Dios— para las cuestiones que no están explícitamente
decididas en la Biblia?
Dado que el Nuevo Testamento señala dos casos inequívocos en
los que hay que admitir la realidad del divorcio, y tomando en consideración lo
que hemos dicho acerca del llamado «derecho paulino», ¿tenemos derecho a
condenar a aquellos hermanos y a aquellas iglesias que creen que Dios puede
arreglar también otras situaciones de quiebra matrimonial y ofrecer su perdón y
su ayuda a los divorciados?
Únicamente en el contexto amplio de la intención de Dios
Creador y Salvador, tal como se nos revela en Jesucristo y por su Palabra,
podemos definir y aplicar lo que es el bien y la verdad de Dios para todas las
situaciones concretas del hombre y de la mujer.
Sumario:
Lo ideal para el apóstol Pablo es no contraer matrimonio, si
uno desea servir al Señor sin contratiempo; aunque ese estado conlleva grandes
tentaciones como la impureza sexual; quien no esté preparado para llevar una
vida de celibato debe casarse, establece el principio de que el orden divino
sigue siendo el mismo, que cada persona tenga sólo un cónyuge, que el
matrimonio es una interdependencia mutua, tanto el marido como la mujer deben
reconocer su interdependencia de los roles del matrimonio; lo que Pablo enseñaba a los corintios no es
sólo para ellos, sino en todas las iglesias. (1 Co. 7:17).
Juan Salgado Rioseco