I. IV. Inferir o inducir en la “Interpretación
Bíblica”.
La
evidencia de la interpretación bíblica se remonta al Antiguo Testamento, en
donde aparece una explicación clara en la figura de Esdras, sacerdote y escriba
que vivió en el siglo V a.C.: “Y Esdras
leyó en el libro de la Ley de Dios, aclarando e interpretando el sentido, para
que comprendieran la lectura” (Nehemías 8:8).
Las
dos vías que utiliza un Intérprete o Predicador: ¿Usted
“Infiere” o “Induce” el Texto que va a predicar? Hay dos actitudes que
habitualmente nos acercamos a un texto para interpretarlo, ellas son:
“infiriendo” o “induciendo” al texto bíblico.
“inferir”
algo del texto, es que tomamos elementos que se encuentran presente para que a
través de ellos saquemos otro elemento que no está presente en forma explícita,
sin embargo, lo que comúnmente hacen los intérpretes o predicadores es
“inducir” al texto, o sea, influir para fundamentar una acción, avalar lo que
creemos que puede significar o lo que se desea que se conozca, con objeto
malicioso o por ser neófito en las Escrituras.
Cuando
usted está “infiriendo”, asume una actitud de escudriñamiento de las
Escrituras, o sea, está efectuando una “acción y resultado de examinar una cosa
o averiguar sobre ella.”, hasta lograr con los elementos explícitos en el texto
el correcto significado lo que el autor escribió.
Cuando
usted está “induciendo”, tiene una conclusión predeterminada de lo que a su
juicio significa o desea que avale su postura, con esa actitud solo se logra
“vislumbrar” lo que posiblemente puede significar el “texto”, lo que produce un
conocimiento imperfecto o conjeturas provocadas por la falta de rigurosidad en
el estudio del texto o por tratar de influir con el propósito de “inducir” a
los receptores a hacer o a creer lo que usted persigue, a eso se llama
manipulación con el objeto de obtener un control ilegitimo, practicando un
Evangelio diferente. Cuando no se logra la forma correcta y profundizada
interpretación bíblica, se transmiten enseñanzas distorsionadas o
superficiales.
Debemos
siempre tener presente que en la Biblia encontramos textos: claros, semioscuro
y oscuros en su interpretación; estos dos últimos si no logramos entenderlos
bajo los principios de una correcta interpretación, difícilmente conseguiremos
entender lo que quiere decir, nos quedaremos sin saber su aplicación para
nuestras vidas y al transmitirlos estaremos provocando distorsiones o
desviaciones de la Palabra de Dios.
El
auténtico y legítimo interprete de la Escrituras que solo desea “inferir” el
texto, debe:
a. Erradicar el misticismo del texto sagrado,
debido a que los misterios ya están revelados por Dios, a través de Jesucristo.
b. Arrancar toda influencia humanista racional de
la interpretación bíblica, debido a que solo a los que andan en espíritu, el
Espíritu de Dios los ilumina.
c. Aplicarse en el estudio de la Palabra de Dios,
con una actitud de extraer lo más preciado de ella para aplicarla en nuestras
vidas y tener la legitimidad de enseñarla.
d. Ser experto en las doctrinas rudimentarias de
la fe, pues de lo contrario, tendremos dificultades en entender e interpretar
la Palabra de Dios.
e. Ser disciplinado, metódico y sistemático en el
aprendizaje y conocimiento de la Palabra de Dios.
f.
Ser sobre todo
“humilde” en adquirir o entregar el conocimiento iluminado por el Espíritu
Santo.
g. No ser autodidacta, debido a que existe un
alto porcentaje de envolverse en pensamientos sectarios, con llevarnos a un
literalismo exacerbado y actitudes legalistas contrarias a las enseñanzas
primigenias de Jesucristo.
La
mayor grandeza del siervo de Dios es aprender, aplicar, enseñar y transmitir la
auténtica y legitima Palabra de Dios; la mayor gracia del intérprete de la
Palabra de Dios es ser “LIBRE” de poder hablar lo que el Maestro de Nazaret nos
enseñó y no volvernos esclavos por predicar solo para agradar al hombre o
manipularla para lograr lucros indeseados a nuestra condición de personas de
Fe.
Nuestra
diligencia debe estar puesta al servicio de Dios, efectuando una excelente
interpretación conforme a la voluntad de Dios.
Juan Salgado Rioseco
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